Añoranzas

 

Mis pesadillas son extrañas. Ciudades desconocidas, laberintos y mar. Un tiempo que apresura e imágenes que a la vez conozco y desconozco. Abro los ojos después de medianoche y tratando de reencontrar el sueño escucho los ruidos que vienen de la calle.  En este tiempo, es la lluvia que golpea la ventana o algún motor que rompe el silencio. Buscando el sosiego empiezo a divagar sobre mi infancia. Una frase o una pregunta pueden provocar en mi mente también un pensamiento o la búsqueda de una respuesta a un sentimiento.  Cuando ya amanece me levanto y salgo por los senderos del Jardín Botánico que comienza a dar sus primeras flores a pesar del cielo gris y del frio que persiste. Así voy buscando respuestas a esa inquietud.

La falta de sol en esta primavera, el frio constante, la nieve en mayo, nos arrastra hacia una especie de cansancio, un estado de hibernación despierta. Parafraseando a Cicerón dan ganas de gritar «Hasta cuando, invierno, abusas de nuestra paciencia!». Para escapar decía, vuelvo a esos momentos sublimes de mi existencia. Esos momentos cuando la conciencia ha grabado para siempre sensaciones, colores y olores. La memoria dibuja en las cavernas de mi cerebro las imágenes de un momento, de un pedazo de tiempo en un espacio definido.

Un domingo en la biblioteca, tranquilo, el sol entraba por la ventana burlando un poco el cielo gris que nos cubre desde hace un mes. Frente al mesón de préstamos en el estante de Novedades un libro llamó mi atención. Lo tomé y sentí la suavidad de sus tapas « A doce pies de Mark Twain» de Victor Levy Beaulieu, un escritor quebequense. Que coincidencia – me dije -, porque justamente sentado en un café, le describía a mi amiga Marthe pedazos de mi infancia y le decía que de cierta manera sentí ser un criollo Huckleberry Finn o Tom Sawyer pero a las orillas del rio Cachapoal.  Esa libertad de correr entre los bosques de eucaliptus con mis amigos, de perdernos todo el día sin temor. Le describía que muy niño, para sentir que la tierra giraba, me acosté en medio del campo de mi abuelo mirando el cielo azul y las pocas nubes blancas que el viento llevaba hacia la montaña.

Y le manifestaba el pesar que sentía de saber que esas tierras desaparecieron. La última vez que volví por ahí, nos bajamos del auto de mi primo, mis hermanos y yo, miramos a través de una rendija de una gran puerta y nada pude reconocer. Eso se esfumó, y nunca más encontraré el pedazo de ese espacio que forjó en mi imágenes llenas de misterio y de sensaciones que abrieron mi conciencia. Espacios y tiempos, animales, arboles y amigos. La entropía va cambiando todo. Pero un cierto dolor nostálgico queda, como la vieja canción de Ella Fitzgerald que estoy escuchando.

Pero es difícil de explicar cuando uno está lejos. Alguien afirmó que yo añoraba Chile. No! – le escribí -, añoro tiempos y espacios.  Una foto desparecida pero que está clara en mi memoria. En esa foto parados en el frontis de la casa de Gultro, Tía Nona al medio, Ernesto Parraguez, El Charique y yo.  Sonrientes, quizás en nuestros doce años, estamos en esa foto blanco y negro, tomada por un fotógrafo de esos que aparecían por esas tierras. Esa foto desaparecida me duele.  Como cientos de otras, porque desapareció por desidia. También desapareció ese espacio que era el campo de juego de nuestra infancia. Un nogal que me convertía en un tamborcillo de una guerra napoleónica, de esos cuentos que leía en las noches de campo y ruido. Escalando hasta su cima para mirar el espacio abierto, las orillas del Rio Cachapoal, con sus eucaliptus y sus acequias llena de pececillos y de sapos que iluminaron mi imaginación.

Y nuestros juegos de niños, de vida estaban también rodeados de muertos. En las, fabulas que nos contaba la Tía esos muertos penaban. Muchos muertos. El primero, ese niño sentado sobre una mesa, rodeado de flores. Tenía mi edad, lo sé. Esos cuerpos atropellados a la orilla de la Longitudinal Sur o en esas tragedias que ocurrían y cambiaban la tranquilidad de esas tierras secas,  que mirábamos con la morbosidad de los niños. El rumor persistente del suicidio de uno de los vecinos, por un asesinato o un crimen pasional. María Portillo, que amaneció muerta en su choza.  Su pelo blanco y su palidez me asustaron mientras mi primo Pedro la cubría con una vieja sabana.

Ese era el espacio horizontal.  Mis recuerdos me llevan a momentos que son indefinibles. Irreductibles. Jugando en los pies de la maquina Singer donde mi tía cocía. La acequia delante de la casa con su sauce y sus ramas. Un limonero, un sauce y los árboles frutales. La Quinta de Recreo El Caribe con sus borrachos habituales, sentados frente a un jarrón de vino escuchando  una canción mexicana : Traigo penas en el alma….. / que no las mate el licor / en cambio ella si me mata / entre mas borracho estoy…..

Nuestras caminatas hacia el otro terreno de mi abuelo. Saludando con mi Tía Yaya al maestro Zúñiga, en su obscuro taller de reparación de zapatos, que tenía un hijo que quería ser cantante de boleros. Dos kilómetros interminables hacia el sur. Lo Miranda creo que se llamaba o Yungay. Un camino de tierra, que tenía dos curvas y sobre todo en sus orillas, Maqui. Ese Maqui negro que corría a recoger y comer a manos llenas.

Son esos tiempos y espacios que añoro en las noches de insomnio. Mi primer sentimiento de sentir que la belleza de una imagen tocaba, mágicamente, algo profundo en mi. El mar lo añoro. Caminando con mi vieja por las calles de Mirasol, escuchando desde una casa You say,Yes, you say No, de los Beatles mientras el sol enrojecía besando el horizonte.  Añoro ese espacio abierto en Mirasol, esas mañanas asoleadas caminando a comprar pan y los  pájaros revoloteando. Esas espinas que se pegaban en los calcetines. Ese momento que subí la cuesta y el acantilado entre la playa de la Cruz y de la primera playa, que subí directamente braveando el peligro y cuando llegué hasta el borde me di vuelta y entendí muy profundo en mí, lo que sublime quería decir.  El mar azul, el horizonte con un barco que se dibujaba borrosamente, la espuma del mar que se formaba de las olas que golpeaban las rocas, el cielo claro.  Me senté y ese paisaje produjo uno de los sentimientos más extraordinarios que he sentido en mi vida.

Es en eso que me pierdo cuando la noche se pone avara con mi sueño. Vuelo a esos espacios y tiempos para reencontrarlos y no dejarlos perecer. Sé que las cosas han cambiado. Lo que quisiera es volver a buscar como un arqueólogo pedazos de eso paisajes. Para luego despedirse de ese pasado, de lo irreductible.

One thought on “Añoranzas

  1. Hermoso y añoroso mi querido compadre. Me siento cómplice en todos esos momentos y pasajes y presente en todos esos lugares. Le mando un cariñoso saludo
    El Fito

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