Ya no me es extraño pensar que he vivido en Quebec más tiempo que en el hemisferio sur y la tierra que me vio nacer y crecer.
Ayer justamente cayó la tempestad del siglo. Si, la nieve cubría las calles y las veredas, la gente se atareaba a limpiar sus vehículos tranquilamente mientras pasaban las maquinas limpiando las calles. La televisión hablaba de la autoruta 13, dónde quedaron varados más de 200 vehículos por doce horas sin que nadie los fuera ayudar y los políticos dándose duro por la inepcia del Ministerio de Transportes que no previó lo que pasaba. En fin un día normal en Montreal.
Y así han pasado los años desde el año 1977. Cuando el avión bajaba y rompía el piso de nubes y que la ciudad donde venía a poner mis raíces recién cortadas aparecía a través de la ventanilla, luchando contra el sueño por el largo viaje, por seguir despierto, todavía no entendía que sería ese futuro que hoy ya fue transcurrido y que ya es pasado, el que me tocaría vivir.
Pero no se trata de hacer memoria, de contar cada día o cada año, cada invierno, (en general contamos los años en inviernos), en un texto de pocas palabras. Se trata más bien de explicar que en el transcurso de esta vida pasada aquí, de los crudos inviernos, de los vientos polares que marcaron mi memoria y mi existencia, lo vivido en estas tierras han sido puertas abiertas sobre universos nuevos y pasibles. Y desde el fondo de mi ser un pensamiento nace siempre para los que me permitieron implantarme en estas tierras.
Los primeros pasos en el francés aprendido en cursos para inmigrantes, compartiendo con gente venida de todas partes, de diferentes experiencias. Me puso en una parte de América del Norte, desconocida. Solo resonaba en mi memoria anterior, en un rincón de una página de un diario el titular de un «Viva el Quebec libre» de un Charles de Gaulle. El resto simple ignorancia. Decía el francés como un puente lingüístico entre varios pueblos y naciones. Un observatorio privilegiado en esta América para observar y entender la América anglófona, hispánica y las naciones francófonas. Es un punto central que me ha permitido, aprender, saber y comprender una gran parte del mundo.
Una universidad que me abrió el apetito de aprender. Cuando dejé Santiago, la Universidad de Chile era una prisión perdida. El sentimiento sombrío de lo que pasaba, del miedo, de la censura que cubrían los campus universitarios de esos años, de la mediocridad impuesta fueron rápidamente borrados por profesores de primera calidad, motivadores de saberes y conocimientos. Recorrer la biblioteca de la Facultad de ciencias sociales y pasear por sus pasillos solo mirando libros para ser abiertos y leídos. Libros para ser respetados, no quemados. Luchar por aprender y leer; leer, leer lo que se nos prohibía, lo que no imaginaba que existía. Conversar con maestros de primer nivel, accesibles y pedagogos nos metía en un universo de letras que tratamos, Marcia y yo, de transmitir a nuestros hijos… de inculcar un pensamiento crítico que desarrollamos y cultivamos.
Una vida cotidiana de respeto y tolerancia. Caminar por las calles sintiéndose seguro, sin la violencia o agresividad que sentí desde mi infancia en los mundos donde crecí. La violencia de la pobreza extrema de mis amigos en Gultro, el alcoholismo presente en sus vidas, la correas que golpeaban ya sus cuerpos marcados por el hambre y la miseria y que por generaciones venia reproduciéndose. La violencia de la gran ciudad, esa violencia latente en las miradas, en las palabras que aún existe y que parece que se siguen profundizando en ese Santiago dónde crecí.
La voluntad de integrarme y ayudar a construir un país. Canadá no es el centro de mi existencia. Es Quebec, la provincia, sus habitantes y lo que se ha querido construir, con sus defectos; ese país imaginado por generaciones de una sociedad colonizada, sometida y menospreciada. Quebec es mi país, es el país de mis nietos, francés, tolerante y abierto. Por eso he votado SI en los referéndums, y seguiré votando SI, si hay otro.
Porqué la emigración no la percibí como una perdida. Porque para mí fue romper las cadenas familiares, la cultura que imperaba en el seno de mi familia. Para mí fue un gesto liberador. Me sentí libre. En ningún caso significó que el afecto desapareciera, que no los ame, pero ese amor que siento por ellos es más maduro. Es reconocer lo que me dieron desde una perspectiva diferente. Es una libertad reconquistada a veces duramente.
En fin, es imaginarse quizás como mi abuelo paterno (que no conocí por eso me permito imaginar) que mi presencia aquí es iniciar una tribu perdida, una rama nueva en esta tierra.
Porque hago parte de la humanidad y el sino de la humanidad es correr por las tierras en busca del lugar, al cual uno finalmente siente, que pertenece.
Bravo paisano!
Que d’années depuis que nos destins se sont croisés : le Chili, le Québec, le monde … On garde en nous les gens et les places …mais il faut écrire , il faut parler, pour retrouver un instant l’intensité de notre passé tout en gardant la capacité de capter le présent…
Do