Pasó frente a mi ventana como la primera vez que lo vi pasar. Esta vez no miró, siguió de largo. Corrí hasta la calle y lo llamé –¡Jorge! -, se dio vuelta y fijó su mirada en la mía. Siguió caminando. ¿Como estás? – le pregunté-. Bien –respondió en un casi murmullo. Miraba hacia adelante, silencioso… seguí caminando a su lado…
¿Qué cuentas?. Habían pasado meses sin saber nada de él.
– Nada – respondió secamente… y guardó silencio. Su vista parecía perderse en un horizonte que no lograba interpretar. Abandonando mi intento de comunicar le toqué el brazo y le dije –te dejo seguir solo– golpeándole suavemente la espalda.
Se quedó callado y continuó. Me paré para ver si tenía alguna reacción; quería que volviera la vista atrás pero siguió caminando. Dobló la esquina y desapareció. En esos momentos mi vida estaba por tomar un rumbo desconocido, el mundo que habíamos conocido y soñado se había derrumbado algunos meses antes. Como loquito, yo doblaba una esquina de la historia que nos separaría para siempre. Nunca más lo vi.
El sol caía por oriente. Era una de esas tardes en que la lluvia de invierno había limpiado la atmosfera siempre cubierta de una bruma café. Me había detenido a la orilla del Canal San Carlos; tenía un porro en mi cuerpo y sentía una inmensa soledad adolescente. Pasaba por un momento de caos interior. Recién había botado una polola que vivía cerca y la que me interesaba me había botado a mí ese verano dejándome en la más terrible soledad. Así que paré para mirar ese espectáculo que me recordaba las más lindas tardes de verano de mi infancia pasadas frente al mar. Admiraba como el sol se escondía lentamente dando tonalidades rosadas, violetas y rojas a esa ciudad maltratada. Un viento fresco corría entre los viejos sauces que dejaban caer sus ramas tocando el agua turbia de ese canal. Cuando el sol ya se perdió en el horizonte continué mi camino esperando que la noche cayera para volver a casa.
Fue esa misma tarde que lo conocí. Bajé la cuestecita seca, apenas alumbrada por las luces de la calle que acababan de prenderse. Crucé Tobalaba y seguí caminando hacia mi casa. Los jardines se escondían detrás de rejas, de muros de ladrillos rojos y de matorrales. Llevaba mis manos puestas en los bolsillos de mi abrigo para recalentarlas junto a un libro de Hesse. Llegué a la plaza Las Campanas, un espacio de tierra seca, con unos pequeños muros de piedra y una iglesia, de ladrillos burdos, sin estuco, que servía como centro cultural. Era un horrible galpón que se plantaba en un terreno de moribundos arbustos. Nada verde crecía en ese terreno.
Un grupo de cuatro muchachos estaban sentados en uno de esos muros hablando tranquilamente. Desde la distancia sentí el humo de sus porros. Haciéndome discreto crucé frente a ellos y a algunos metros, me miraron. Me sonrieron y con un gesto de la mano, uno de ellos me invitó: – “loquito, queris una piteadita” -.
Me acerqué. En la penumbra que empezaba a cubrir el espacio, sus ojos les brillaban de un resplandor de luna y sonreían con cada gesto.
-Gracias– y tomé el pito que me pasaba ese muchacho vestido con un vestón de tweed, chaleco, pantalones crema y mocasines negros. Su estilo vestimentario contrastaba con la moda de la época. – Demasiado ordenado– pensé. Tenía el pelo corto y facciones finas. Con la mano izquierda me paso el porro mientras aspiraba profundamente el porro a medio terminar. Lo tomé con mis dedos y como él, lo aspiré fuertemente. Sentí ese placer de guardarlo un momento en los pulmones y después de algunos segundos lo exhalé mirando el humo descubriendo los colores que aparecían y las formas barrocas que a la luz de un poste callejero dibujaba en la noche fría.
– ¿Cómo te llamas? -le pregunté -.
–Jorge loquito-. Me respondió mientras tomaba el pito con el índice y el pulgar, pasándolo a los otros que esperaban tranquilamente su turno.
El porro pasaba de mano en mano. Guardábamos un silencio respetuoso. Finalmente cuando ya quedaba un minúsculo pedazo, lo miré atentamente como lo tomó con los dedos sin quemarse y lo aspiró profundamente. Lo retuvo en sus pulmones por unos largos instantes hasta exhalarlo exclamando un gran ahhhh!. El humo salió como vapor de una válvula abierta, se alejó en el espacio y se deshizo en el frio de la noche.
Después de ese ritual silencioso, la conversación giró en torno a la música y a la yerba. Mirando el reloj les dije que tenía que seguir mi camino. Jorge cerrando su chaqueta, subiendo su cuello y metiendo la cabeza para abrigarse me acompañó. Caminamos lentamente dos cuadras.
– Tengo clases mañana; con esto que viene el examen para entrar a la Universidad tengo que estudiar un poco-. Fue mi excusa para seguir mi camino.
Al llegar a la esquina loquito se despidió y dobló rumbo al norte. Ya en mi pieza a obscuras me dormí pensando en la historia de Demian y de Harry Heller, en la búsqueda de una razón transcendente en mi mente de algo que me aliviara la presión de mis 17 años y de lo que el futuro inmediato me exigía.
La situación política se sentía empeorar cada día. En el colegio fumábamos nuestros porros en algún rincón en construcción. Nos juntábamos tres o cuatro y partíamos a clases a sentarnos en nuestros bancos para escuchar el profe dar un curso que no me interesaba. A pesar de eso prefería los libros que me hablaban con nostalgia de un universo perdido.
Mi mente siempre divagaba. Miraba por la ventana, el edificio de concreto con sus pastillas de tono celeste y los pasillos que recorría desde mis once años. Sentía en cada paso el peso de una tradicion que no me llegaba. Los años no habían borrado esa sensación de opresión que me producía el Instituto. Sumado a la presión familiar me era insoportable ese último año de secundaria. Los inspectores se paseaban como guardias buscando a quien castigar. Nosotros, los piteadores, nos sentábamos en un rincón de la clase y buscábamos con los compañeros una manera de escapar.
Una tarde, había vuelto a casa con la firme resolución de estudiar. Me senté frente a una ventana que daba a la calle. Miraba las páginas abiertas y mi cerebro partía en todos los sentidos. Sentía un vacio enorme y solo atinaba a perderme en los recovecos de la memoria. A pesar de los días asoleados mi vida caminaba bajo sombras.
Entre esa penumbra de la tarde apercibí su figura pasar frente a la ventana. Amagando la sorpresa, se devolvió y mirando hacia el interior hizo un gesto de una mano y sonrió. Le hice una seña, me levanté y salí rápidamente hacia la puerta de calle.
–¿Hey! ¿Jorge como estás? –Ven entra– le dije abriendo la puerta de calle que daba al antejardín.
– ¿Loquito es aquí que vives?– me dijo sonriendo y mirando con cierta admiración hacia el segundo piso de la casa. Estaba vestido con la misma ropa que lo conocí. Entramos a la pieza que hacía de escritorio, cerré la puerta y le mostré mis cuadernos.
– Estaba estudiando, es que este año doy la puta prueba pa la universidad y mis notas no son muy buenas y tengo que hacerle empeño. ¿Quieres un vaso de Coca?-
–Loquito, claro un vasito de Coca, claro poh– me respondió sonriendo.
Puse el vaso en una esquina del escritorio mientras él había tomado la guitarra desafinada que estaba hace días en un rincón y con la cual trataba de aprender algo. Loquito da dos o tres vueltas en las manillas y la guitarra queda sonando maravillosamente bien.
Comienza las primeras notas de la Casa del sol naciente. Lo escucho atentamente. Termina de tocar, bebe su coca y me dice.
– Loquito ¿vamos a dar una vuelta?-, haciendo el gesto de llevarse un porro a la boca.
–Vamos– asentí
La calle estaba vacía, nos alejamos y prendimos un porro en el camino.
Fumamos conversando cosas sin importancias. Le contaba de los libros que leía y parecía interesarle. Me contó que vivía cerca con su viejo y su hermana con su hija y su marido. Hablamos de música. Le gustaba Santana, los Beatles y algunos cantantes chilenos. Había aprendido a tocar guitarra cuando niño y que su hermana vivían en otra casita en el mismo lugar. Llegamos a la plaza, nos sentamos en el murito y seguimos fumando y conversando. Yo le hablaba de mis amigos del colegio, que todos tocaban guitarra y que yo era el único que cantaba mal. Le decía eso porque lo sentía como una maldición. Después de unas horas pasadas juntos conversando le dije que tenía que volver y nos separamos y nos quedamos de juntar el fin de semana, un sábado en la tarde en la Plaza.
Al sábado siguiente nos juntamos apenas volví del negocio de mi viejo. Me invitó que lo acompañara. Caminamos por las calles del barrio, para tomar un bus directo que nos llevara al norte de la ciudad. Mientras caminábamos haciendo los porros, tomaba las semillas y las lanzaba en los jardines de las casas. –Hay que esperar que crezcan– me dijo guiñando un ojo –y cuando estén pequeñitas hay que venirlas a buscar para plantarlas cerca del aeropuerto Tobalaba-.
Pasamos frente a un antejardín y me mostró una incipiente planta que crecía entre varias flores de invierno. –¿La ves? me preguntó indicando con el dedo – esa ya esta lista, la vengo a buscar esta noche-.
Tomamos un bus que nos llevó al centro. Nos bajamos cerca de la Estación Mapocho. Santiago estaba tranquilo, con la mayoría de sus comercios cerrados. Solo la sempiterna contaminación daba un aspecto sucio a la ciudad. Llegamos cerca del Club Hípico y caminamos por unas calles que no conocía. Las casas no tenían antejardín y las puertas daban directamente a la calle. Muchos jóvenes se sentaban a tocar guitarra en esa tarde bucólica asoleada de inverno.
-Espérame aquí un rato loquito-. Desapareció doblando una esquina. Sintiendo los efectos del último porro, me senté y saqué de mi saco el libro que estaba leyendo. De repente escuché un toc, toc metálico contra el cemento de la calle. Miré hacia la esquina y vi que aparecía el más hermoso de los caballos que tiraba un hombre de una rienda. Pasó lentamente frente a mí. El caballo negro de hermosas curvas avanzaba orgulloso. Unos veinte metros más atrás apareció otro tan esplendido como el primero. Después de ver pasar unos cinco o seis caballos de fina raza. Me dije que en mi barrio de clase media no pasaba nada y en este barrio hay gente tocando música en la calle y los caballos magníficos pasean en las tardes bucólicas y grises del invierno santiaguino.
Jorge volvió, me tocó el hombro para sacarme de mis pensamientos canabicos. -Vamos loquito– me dijo. Me muestra un paquete mediano. – tenemos yerbita loquito, esta buena- …
Volvimos al centro de Santiago desde el norte de la ciudad caminando. -Tenis suerte loquito– me dijo. Pasábamos frente a los numerosos murales pintados por la Ramona Parra. Puños en alto, adelante la revolución, Avanzar sin transar. Rezaban los slogans. Seguíamos nosotros hablando de cosas que se nos pasaban por la cabeza. Ya cansados y con hambre lo invité a la Fuente Alemana a comer un Lomito.
Lo devoró en algunos minutos. Cuando dejamos La Fuente Alemana ya era de noche. Pasamos frente a un kiosco de un frutero y de un gesto casi invisible, se robó dos manzanas. Me tiró una con la mano, la tomé en el aire y le dije –Gracias-, pero no lo hagas de nuevo, yo ando con un poco de plata pa pagarlas. Sonrió y asintió. Llegamos caminando a nuestro barrio. Nos despedimos y nos quedamos de ver luego.
Los días pasaban no tan tranquilos. El Instituto era un hervidero de muchachos discutiendo política. Ese invierno, nuestros compañeros Tito, Jorge y Pollo fueron expulsados injustamente. Sentí en mi interior, lo que siempre había sentido hacia la institución: enojo y amargura. Con los compañeros partíamos a la salida de clases al cine. Fumábamos nuestros porros y nos quedábamos de juntarnos en la casa de Pepe para estudiar para la Prueba. Cuando llegaba a su casa Pepe dormía una siesta, abríamos los cuadernos y nos poníamos a hablar. Finalmente pasábamos las horas charlando. Mis notas habían bajado mucho. No sentía interés por los ramos. A veces llegaba loquito en la tarde. Tomaba la guitarra y tocaba una canción. Salíamos juntos hasta la plaza y volvía tarde, en silencio me acostaba y dormía hasta la madrugada.
Rápidamente llegó el día de rendir el famoso y temido examen de admisión para la Universidad. ¿Cómo te fue loquito?… me pregunto esa tarde cuando volvimos a juntarnos en la Plaza.
–No sé- creo que cagué… mis perspectivas para el futuro no se ven muy buenas. El calor del verano ya se sentía llegar.
Ya en pleno verano con loquito salíamos a caminar y cada vez que enrollaba un pito, sacaba algunas semillas y las lanzaba en los jardines. No nos faltaba la yerba. Cuando todo estaba tranquilo, tomábamos una micro y partíamos a recorrer los barrios más populares de Santiago. Lo invitaba al cine. Fuimos a ver Woodstock. Volvíamos en la noche caminando por Providencia. Nos parábamos en un lugar obscuro y enrollábamos un pito y seguíamos caminando y fumando. Con loquito aprendí que la yerba había que transportarla en un sobre de tabaco a pipa escondido en el pubis. Lo entendí muy bien una noche en Providencia ya cerca de la calle El Salvador cuando estábamos enrollando nuestros pitos. Dos pacos aparecieron a unos metros de nosotros. Nos miraron, se acercaron. ¿Están fumando marihuana cabritos? A ver… me pide el pito. Era un paco más bajo que yo y tenía cara de ser un poco más viejo que nosotros. Se lo pasé. -Esto no es bueno cabritos-. Con una mano el otro paco empieza a tocarnos los bolsillos. Le paso un resto que tenia. –Cabritos, esto no es bueno… por ahora nos dan todo y pueden partir-. Observamos como los dos pacos siguieron conversando entre ellos. Nosotros nos quedamos parados en silencio. –Loquito se van a fumar nuestra yerba- Jorge me lo dice con la risa entrecortad. Metiendo la mano entre los pantalones, saco mi sobre y nos hicimos otro pito y seguimos el camino.
Cuando publicaron los resultados del examen de admisión me junté con loquito en la plaza.
-¿cómo te fue loquito?-.
-Bien loquito-. Jamás pensé que me iría así… no es mucho pero mi vieja estaba sorprendida.
-Y que vas a estudiar loquito?… no sé todavía… tengo que hacer los cálculos, sabes las notas este año no estuvieron buenas y con el puntaje espero entrar en algo– le respondí, como desesperado. -Quiero estudiar Antropología. Me gusta esto de la evolución del hombre y la arqueología… pero no sé si me alcanza-.
–Confía loquito, confía- me dijo pasándome el pito.
Loquito había dejado los estudios hacia dos años. Siempre vestido con la misma chaqueta y con el mismo estilo, Jorge era pobre. Con él habíamos compartido ese verano numerosos paseos, lomitos y hot-dogs. Habíamos cambiado ropa usada por una inmensa planta de marihuana en la población que estaba más arriba del aeropuerto. La había preparado, Me mostró orgulloso su trabajo. Los copos cortados puestos en una gran hoja de plástico a pleno sol. -Esta va a estar fantástica loquito-. me lo dice riéndose orgulloso
Le conté la noticia que había sido aceptado en Concepción. Me felicitó y me dijo podrás llevar tu parte-…
Antes de partir, me paso un saco entero. La probamos y su efecto demostraba ser de primera calidad. Lo metí entre mis pantalones y le di las gracias.
Partí a Concepción con el paquete entero. Me aboqué a mis estudios y volvía cada tres semanas a Santiago. Pasaba a buscar a Loquito a su casa y me decían que había salido con unos muchachos. Me quedaba a veces esperando en la plaza y no aparecía.
Cada vez que volvía era más raro encontrarlo. Un día caminando por el barrio me encontré con él y su nuevo grupo de amigos.
-¿Jorge como estas?- Le pregunté…
-Súper loquito– me respondió con la voz traposa. Capté la sequedad en sus labios y un movimiento continuo que era el índice que estaba tomando anfetas.
-¿Que tomaste loquito? Le pregunto tomándolo del brazo, mientras el mira sus amigos que van caminando y lo llaman… Saca de sus bolsillos unas pastillas y me las muestra.
–Anfetas loquito, son súper buenas… realmente loquito es increíble!…-
–Jorge, ten cuidado… eso no es bueno porque yo sé lo que es… –
– No te preocupis loquito- y siguió con sus amigos…
Mientras me establecía en Concepción, las semanas se sumaban para volver a Santiago. La situación política se había deteriorado y la derecha estaba impaciente en llevar sus planes de golpe de Estado adelante. En Concepción la situación era más conflictual. Las clases se daban como siempre, pero las manifestaciones eran diarias. Siendo mi primer año de estudiante, solo me atinaba a observar lo que pasaba. Con Tito, un compañero de Antropología, fumábamos nuestros porros y salíamos a recorrer los barrios y los lugares de la zona. Cuando volvía Santiago iba a visitar a Jorge pero la mayoría del tiempo ya no estaba. Me quedaba por un fin de semana y partía.
El golpe de Estado me encontró en Santiago. Por casualidad había tomado el tren el día anterior. El viaje fue extremadamente largo a causa de un puente dinamitado por la extrema derecha. Los días siguientes, paré de fumar. De Jorge no tenía noticias. Lo fui a ver dos o tres veces pero no se encontraba. Pasaron las semanas, tratando de confrontar la situación. Yo acompañaba a mi viejo a su negocio ya que la Universidad había parado hasta nuevo aviso.
Una tarde fui a ver si se encontraba Jorge en su casa. Su hermana salió a la puerta.
¿Oye Jorge está?-
¡No! me respondió secamente. ¿Qué pasó? Le pregunté.
-Está internado en el hospital siquiátrico- me dijo con sus ojos en lágrimas.
Me quedé en silencio. Sentí que un escalofrío recorrió mi espalda.
¿Qué pasó? Le pregunté de nuevo
-Volvió un día muy inquieto. Tomaba las cosas de la casa y las lanzaba, hablaba solo y mi papá trató de calmarlo y se puso violento. Tuvimos que correr detrás de él y lo llevamos al hospital y ahí lo internaron
-Mierda, mierda, le había dicho que las anfetas no eran buenas- susurré.
-En todo caso no vuelvas más– me dijo su hermana.
Caminé con una inmensa tristeza. Los tiempos eran duros. Cada día habían noticias de torturas y de desapariciones de gente que conocíamos o conocidos de algunos amigos. Hablábamos en voz baja y teníamos que conducirnos con cautela. Chile se había convertido en una prision y la dictadura era feroz.
Pasaron las semanas. Volví a Concepción ese verano para terminar el semestre.
Una tarde ya avanzado el invierno del 74 pasó frente a mi ventana como la primera vez que lo vi pasar. Corrí hasta la calle y lo llamé –Jorge! –, se dio vuelta y me miró con sus ojos apagados. ¿Como estás? – le pregunté-. –Bien– susurró. Miraba hacia adelante, silencioso… seguí caminando a su lado… ¿y qué cuentas? Insistí. Habían pasado meses sin saber nada de él. Siguió caminando en silencio. Solo miraba hacia adelante. Dobló la esquina y desapareció. En esos momentos mi vida estaba por tomar un rumbo desconocido, el mundo que habíamos conocido y soñado se había derrumbado algunos meses antes. Como loquito doblábamos una esquina de la historia que nos separaría para siempre. Nunca más lo vi.
MI querido Klalo Gultro, no me queda más que rendirme a su prosa y a esa manera tan fina de hacer de la cotidianidad, lo más trascendente de la vida.
Abrazo cariñoso, siempre extendido a la familia