Mi abuelo abrazaba con su silencio.

«Del pasado, es mi infancia que me fascina mas; ella sola, al mirarla, no me da el pesar del tiempo abolido.  Ya que no es lo irreversible lo que descubro en ella, es lo irreductible…» Roland Barthes por Roland Barthes.

El día está gris.  Diciembre no se cansa de estar gris.  La nieve vino, así esporádica, se fue al otro día. Las mañanas sobre cero se multiplican. Estábamos acostumbrados a que Diciembre fuera lleno de nieve, de luces en los balcones, de villancicos en las calles comerciales. La blanca navidad siempre fue una realidad por aquí. Y esperamos que este año sea igual. Mientras en Paris discuten sobre los cambios climáticos, nosotros simples mortales sabemos que nada pasará, que la mecha que se quema para hacer explotar la bomba del permafrost, continua inexorable. Dentro de estos pensamientos me pongo a cocinar un causeo simple. Instalo en el mesón, la piedra y busco en el refrigerador lo que tengo que poner y me viene como un flash, la imagen de mi abuelo que vuelve a reconfortarme.

Porque  en el universo de mi infancia su figura atravesaba mis juegos cruzando el espacio de ese restaurant familiar en las afueras de Rancagua. La casa del rio la llamábamos. Porque me paro en silencio y en la memoria cruzo de nuevo ese viejo portón. Escucho los perros ladrar, siento el calor y el agua del rio Cachapoal en mis pies desnudos y sucios después de pasar horas jugando libremente a indios y cowboys con mis amigos, el Charique y el Terán, en los bosques de eucaliptus plantados a la orilla del rio. Lo veo de nuevo, parado en las afueras al lado de la cocina, cortando una cebolla en pluma y veo bien su sonrisa y su mirada.  Escucho su voz que me dice con un tono bajito, – venga – y me acerco con mis pantalones cortos roídos de mis juegos entre las zarzamoras y las piedras.  Yo tendría unos seis años. Su mano se extendió con un pedazo de pan amasado y me dijo – coma -.  En la vieja piedra había un causeo. Recuerdo bien haber untado el pan con jugo y tomado algunos trozos de tomates y comido con hambre. Lo miré y no me dijo nada.  Continuo comiendo sin decir nada. Me miraba y sonreía. Sus viejos ojos lo decían todo sin decir palabra.

No era una figura fantasmagórica.  Él estaba ahí, en las mañanas húmedas de esos inviernos tan chilenos, y que el viento de noviembre lo trae por aquí  provocando nostalgia. Porque entrando en las tardes lo encontraba sentado en una mesa redonda con una copa de vino a su lado tarareando una canción mientras que con sus dedos reproducía el galope de un caballo sobre la madera ya gastada y manchada por el vino de una vida. Su cabeza casi desguarnida, con una cabellera suave sus ojos profundos miraban hacia el umbral de una ancha puerta que se abría, como una pantalla tridimensional sobre  la tierra gastada, la carretera norte-sur y los rieles del ferrocarril por donde pasaba el expreso destino a alguna ciudad del sur o de vuelta a Santiago.

Era de una calma digna. Caminaba lentamente. Lo veía desaparecer orillando la carretera, camino al puente que atravesaba el rio Cachapoal. Como todo hombre de campo se levantaba temprano. Su ritmo circadiano ya grabado en sus genes rurales por incontables generaciones, regulaba su vida.  Para mi eran las cuatro de la mañana cuando lo sentía levantarse, poner una vieja tetera en el fogón de una vieja y pesada cocina de fierro que se alimentaba de madera de eucaliptus. Salía hacia Rancagua a dos o tres kilómetros. Mi primo Pedro y yo intrigados por esa diaria caminata discutíamos sobre las razones por las cuales partía tan temprano y volvía unas dos horas después. Desde que quedó viudo nos preguntábamos, tendrá una vieja por allá en Rancagua?

Mientras el olor del cilantro sube hasta mis narices, inundando mi mente de recuerdos de ese lugar que sin ser bello, tenía muchos matices de luces. Los bosques, las casas miserables, el rio barroso que bajaba de la cordillera contrastaba con las piedras blancas , los rayos del sol matinal atravesaban ese espacio donde se desarrolló mi infancia. Pero en sus manos tiernas había ese cariño que los viejos pueden dar a los niños.

El viejo era un hombre de campo. No sé si sabía leer o escribir hasta que una vez lo vi poniéndose lentes y leer un pedazo de papel. Mi primer recuerdo es extraño, como un sueño. Me llevó a Rancagua donde un sastre que me hizo un pantalón de tela negra con líneas finas blancas. Pero no me los puse nunca, la tela me picaba las piernas. Ese recuerdo me persigue con cierta culpabilidad. Creo que es  el hecho de no haber agradecido ese acto de cariño del viejo usándolos todos los días. Pero en fin, es otra historia.

La última vez que lo vi fue un mes antes de partir para estas tierras. Fui especialmente a verlo, a despedirme de él.  Sabía en mi interior que no lo vería mas. Lo escuché desde lejos arriando el caballo, abrí las ramas amarradas de alambres que hacían de puerta y lo encontré ahí.  Estaba en el terreno al fondo.  El cielo azul contrastaba con las sombras de los eucaliptus. Una mano firme en un arado y la otra con las  riendas dirigiendo un caballo que parecía más viejo que él.  Hacía calor y el sol pegaba fuerte.

Papito Ernesto– ,- le grité – porque era sordo de una oreja. Papito Ernesto -repetí- , se dio vuelta a un metro de mi. Me sonrió y me acerqué a él y lo abracé fuerte y le besé la mejilla. No dijo nada, solo dejó que mis brazos lo cerraran. –Como estas abuelo?– le pregunté… – aquí estamos mijo – me respondió y no dijo nada más.  Ese día se sentó en el banco en las afueras del restaurant, lo miré y le tomé esta foto a contraluz. Toda su presencia quedo grabada en esa mirada porque mi abuelo abrazaba con su silencio.

By the way el causeo quedo rico!

One thought on “Mi abuelo abrazaba con su silencio.

  1. Acuso de recibo y de gozo acompañado de la imagen de la preparación de el cauceo, que adereza el cariño con el que reconstruyes la memoria, mi querido carnal Gerardo…cariños a la familia

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