(Montreal, 20 de abril. En el día internacional del Cannabis)
“¡Yerbita libertaria, consuelo del agobiado, del triste y del afligido! Has de ser pariente de la muerte cuando tienes el don de hacer olvidar las miserias de la vida, la tiranía del cuerpo y el malestar del alma… Sacudes la pesadez del tiempo, haces volar y soñar en lo que puede ser el bien supremo.(…) Humo blanco que se eleva como la ilusión; música del corazón que canta la canción de la vida del hombre inmensamente libre” (citado por Froylán Enciso en su libro Nuestra historia narcótica)
En mi cajita de música, Gil Scott-Heron canta And now is winter in America/ yes and all of the healers have been killed/Or sent away[i]. (Ahora es invierno en América/sí, todos los curanderos han sido asesinados/ o enviados lejos). Sintiendo en abril el continuo viento frio del norte, Gil Scott-Heron, con su voz blues man, profunda, clara, golpeado por la realidad de los negros de aquel tiempo, perseguidos y silenciados en lo que se dice la más grande democracia de este planeta. Pero la metáfora del invierno hoy podemos usarla en esta realidad que ha impuesto el rubio y tostado Dr Strangelove[ii] instalado en la Casa Blanca. La nieve que va desapareciendo, abundante, que nos retiene en este invierno es rota por el sueño despierto que aparece en el reflejo de la ventana que da a la calle. En las noticias, «Selfie Trudeau», deposita un proyecto de ley para legalizar la yerbita libertaria a partir de julio del 2018, medida ampliamente apoyada en los sondajes. Nunca es tarde -me digo-. Me viene al recuerdo una clandestina tarde de verano del año 1972. Aparece instantánea en mi memoria y saca en mi, una profunda sonrisa y me aleja de este mundo ya al borde del abismo.
Corría el verano del 72, enero o febrero, en Santiago. Días iluminados por un sol fuerte que daba un calor seco. El verano reinaba sobre la ciudad, la situación política estaba calma; Pollo y yo, ignorantes de lo que se jugaba recorríamos, los días vagos de las vacaciones, los barrios de Santiago a pie, buscando algún rincón donde sentarse y fumar su porro elaborando nuestras teorías sobre el universo y la vida. Nuestro grupo del colegio, algunos porreros de primera, se había desarmado el tiempo de ese verano. Aspirados por el servicio militar como estudiantes, sacrificaban sus vacaciones. Nosotros nos resistimos. Cortarnos el pelo y estar prisioneros de un cuartel a la orden del primer huevón que se considerara superior nos era insoportable.
Ese fin de semana, lo llamé tempranito. Pollo – le dije – vamos al parque Forestal! – su voz somnolienta me respondió -, Ya vamos nos juntamos a la doce en la esquina, el punto de cita habitual, San Diego y la Alameda, la esquina del Instituto.
Tengo una toca cassettes, llevo Woodstock y nos sentamos en el parque y veremos qué pasa
Buen idea! –dijo el Pollo-.
Llamé a mi viejo y le avisé que no iría a la relojería ese día, que tenía un problema. El viejo rabió un poco, yo con 17 años por primera vez me rebelaba contra su autoridad.
Me bañé, puse la cassetera y un juego de pilas recién compradas en un bolso artesanal que me cruzaba en el cuerpo y salí caminando a tomar el bus. El calor del día claro comenzaba ya a sentirse y en esa época la contaminación no golpeaba tanto en verano.
Los buses pasaban echando nubes negras de humo y una que otra niña en mini pasaba moviendo el cuerpo mientras esperaba pacientemente en la esquina a mi cumpa. Pollo llegó como siempre atrasado, pero era mi inefable cumpa. Nuestros carretes juntos, humos verdes compartidos durante largo tiempo en los rincones en eterna construcción del Instituto, afianzaban esa amistad estudiantil.
Caminamos conversando como lo hacíamos en esos años, hablando de política y filosofía, hablando de nuestras lecturas. Cruzamos la Alameda a la carrera evitando los buses y la construcción del metro que había desfigurado la arteria principal de la ciudad. Nos compramos un helado en el camino y llegamos a la orilla del Parque Forestal. Nos sentamos en la escalera del Museo de Bellas Artes, desde ahí teníamos una vista panorámica del parque. Un miedo interno me invadía. Cada mes salían en los titulares de los diarios, fotos de la redadas contra los porreros que realizaba la policía en ese lugar. Que nos pillaran y tener que llamar a los viejos me aterrorizaba. Ya imaginaba los gritos de mi viejo y los calificativos que lloverían sobre mí, mi manera de vestirme y de mi cabellera que había logrado hacer crecer esos meses de libertad. Nos dimos una mirada cómplice, nos pusimos de pie y cruzamos la calle José Miguel de la Barra y entramos con un paso firme hasta el corazón del Parque. El sol estaba en su Zenit y sentíamos el calor abrazarnos. Hicimos un reconocimiento estratégico, miramos cualquier señal extraña, algo que nos pudiera hacer desistir de nuestros planes. Nos sentamos bajo la sombra de un centenario árbol. Solo algunas personas paseaban por los senderos, algunas parejas tomadas de la mano, otros sentados solitarios más lejos. Mi miedo fue desapareciendo tranquilamente cuando saqué de mi saco, la cassetera, puse el primer cassette de Woodstock que había comprado en USA, apreté el botón Play y empezamos a escuchar y esperar. La película la habíamos visto en los cines de Santiago varias veces en una magnífica bruma de porros. Pero ahí estábamos en pleno centro de Santiago, sentados solos a plena luz del día. La música salió gutural del parlante de mala calidad y seguimos conversando.
Simulábamos nuestro miedo porque no sabíamos que podía pasar. Ritchie Havens edentado empezó cantando Freedom. Disimuladamente, casi desapercibido, un muchacho de nuestra edad o un poco mayor se acercó y se sentó a un metro o dos. Segundos después apareció otro; prendió un porro con un fósforo y nos lo pasó en silencio. Lo hicimos circular entre los cuatro. Después llegaron dos o tres, que se acercaban lentamente, casi sigilosamente. Se sentaban, cerraban los ojos y escuchaban la música. Los porros empezaron a circular con más frecuencia. Mas muchachos y muchachas siguieron uniéndose al grupo. Se sentaban y en silencio escuchaban. Los porros se hicieron más frecuentes y empezaron a cambiar de forma.
Directamente proporcionales a la masa de gente los porros crecían. Al principio estaban hechos de tubos de cigarrillo rellenos con yerba, tres canciones después, circulaban enrollados en hojas arrancadas de algún libro como la Biblia. Los Zeppellin aparecieron unos quince minutos después, cuando la masa acumulada superaba las treinta personas. Había que tomarlos a dos manos. Ya cuando éramos como treinta o cuarenta sentí un espacio y un tiempo de libertad que dejaba que nuestros pensamientos o sentimientos se expresaran tranquilamente como el humo que flotaba hacia la copa de los árboles de ese Parque. La música había reforzado un lazo visible comunitario. Éramos en ese momento una comunidad silenciosa, de gente incógnita unida solo por los lazos de los porros que circulaban. Cada uno aportando al otro su solidaridad canábica.
Miraba al Pollo ensimismado escuchando la música. Sus cabellos largos y rubios y su cara delgada se acentuaban con los efectos de la yerba. Escuchábamos el cassette por segunda, vez. Mi provisión de pilas se estaba agotando. Miraba por encima de las cabezas y ya éramos una masa compacta de distintos personajes sentados, algunos parados bailando. Pollo y yo unidos por nuestra complicidad, nos miramos y sentimos mutuamente que la paranoia nos estaba invadiendo.
Pollo vamos andando? – Le dije en voz baja-.
Ya – asintió con la cabeza-. Empecé a meter las cosas en mi bolso lentamente. apagué la cassetera y los miré y les dije en voz alta. Lo siento tenemos que partir a una fiesta! .
Nos paramos y nos dimos cuenta que lo fumado ya estaba haciendo estragos en nuestros cuerpos y mentes. Cruzamos la calle y nos afirmarnos en el muro del edificio frente al parque a dos pasos del Consulado de USA. Caminamos lentamente hacia el centro. En cada esquina parábamos y sacábamos la cabeza para ver si no había un paco que nos pudiera parar. Estábamos seguros que nuestro estado era visible desde lejos. Olíamos a yerba, nuestros ojos estaban rojos, nuestras conversaciones giraban en torno a nuestra paranoia. Cruzamos todo el centro de Santiago. Tratábamos de simular nuestro estado, pero sentíamos la mirada de la gente. Volvimos hacia nuestro punto de encuentro. Ya eran las seis de la tarde.
No podemos volver así – me dijo el Pollo-. No! -le respondí-, no estoy en condiciones, me van a cachar en la casa.
Tomamos la calle Bandera y llegando a la Alameda pasamos frente al cine Metro. Entremos ? – le dije al Pollo. Recuerdo un afiche con un Oso parado. Pagamos y nos sentamos en la sala obscura. Dos minutos después estábamos durmiendo.
Despertamos asustados en medio de la película. Habíamos recuperado nuestros sentidos a cien por ciento pero no sabíamos cuanto tiempo habíamos estado en el cine. Salimos casi corriendo, necesitábamos encontrar nuestro sentido del tiempo. Miramos la hora. Era casi medianoche. Sorprendidos, caminamos cada uno hacia su esquina. Nos despedimos muertos de la risa y nos separamos.
Al otro día llamé al Pollo… te acuerdas de la película… para nada -me respondió-. Que hacemos hoy? Nos juntamos en la esquina y veremos… corría el verano del 72 y la atmosfera política estaba tranquila. Pronto entrabamos a nuestro último año de secundaria y el invierno de la dictadura se estaba acercando. The revolution won’t be televised canta Gil Scott-Heron. O quizás si?
[i] Gil Scott-Heron winter in America
[ii] Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb. Stanley Kubrick 1964. Una de las películas mas geniales que he visto en mi vida.
Y yo, haciendo el Servicio Militar Voluntario como estudiante. Una experiencia inolvidable
Grande Cabezón, nunca me enteré de la historia aquella
mientras almorzábamos, le comenté al Toto tu historia…..se emocionó su poco…..(yo le llamo « abrió una ventanita de su memoria »)…..y me dijo….yo recuerdo eso…. me fueron a ver al regimiento y me contaron……dile al Kabezón si recuerda lo de Villa Rica y lo de la U Austral….¿…?….como soy una secre eficiente…..trasmito en forma inmediata su pedido…..besotes
La Balanda